12.
Después de atender la mayoría de las abrasiones de Caitlin, Ace le dio el trapo , el whisky y la envió a la habitación donde podría limpiar el raspón de su cadera y ponerse su camisón en privado.
Un pensamiento positivo, el segundo. Cuando su esposa salió de la habitación, estaba completamente vestida , con un vestido de muselina azul desteñido con botones en el cuello y manga larga. Puesto que ya era pasada la medianoche, no lo tomó como una señal alentadora.
No es que hubiera tenido muchas esperanzas. La intimidad de cualquier tipo, emocional o física, claramente no estaba en las cartas. A menos que, por supuesto después de pensar las cosas, llegara a la conclusión de que forzar el asunto sería lo mejor.
Prolongar su sufrimiento podía ser más una crueldad que un favor.
En un intento de ayudarla a relajarse, decidió preparar un poco de chocolate caliente. La mayoría de las damas creía que la leche tibia tenía propiedades tranquilizantes. Ace no seguía mucho esa práctica, prefiriendo un trago de whisky fuerte en las raras ocasiones que sentía la necesidad. Pero el whisky no parecía lo más apropiado para ofrecer a Caitlin. Si estaba al tanto de las artimañas de los hombres, podría pensar que estaba tratando de atiborrarla de licor.
Después de encender el fuego en la chimenea y en la estufa, desmenuzó un poco de azúcar del pan de azúcar en una cacerola, la aplastó en gránulos finos con una cuchara y luego comenzó a mezclar el chocolate, siempre consciente de que Caitlin estaba sentada en la mesa mirándolo.
El silencio parecía ensordecedor. Mientras sacaba un jarro de leche fría de la nevera, decidió intentar una charla.
—Por suerte, fui al pueblo a comprar una estufa y una nevera unos días atrás. Solo recogí un bloque de hielo, pero ahora que tenemos una señora en la casa, organizaré entregas regulares.
—Puedo vivir perfectamente bien sin un suministro continuo de hielo, Sr. Keegan. Sé que es caro.
Al menos ya no parecía inclinada a discutir con él acerca de si se quedaría en el Paraíso. Eso tenía que ser una señal de progreso.
Ace le lanzó una mirada por encima del hombro mientras se inclinaba para reorganizar la madera en la estufa con un atizador. Su vestido azul desteñido era obviamente uno que había hecho para usarlo en la casa, sus dimensiones lo suficientemente amplias para acomodar una cintura sin corsé, de mangas estrechas y abotonado holgadamente en las muñecas, sin encaje u otro adorno poco práctico que estorbara mientras trabajaba. Aun así, el vestido estaba raído, testimonio elocuente del hecho de que ella estaba acostumbrada a vivir sin lujos.
Sospechó que ese había sido la mayor parte de su vida. Conor O’Shannessy había sido un bastardo egocéntrico y mezquino sin consideración por las mujeres.
Definitivamente no el tipo de hombre que ponía las necesidades de su hija en lo alto de su lista de prioridades.
Sin querer sonar como un fanfarrón, pero queriendo tranquilizar la mente de Caitlin acerca de sus finanzas, Ace dijo,
—Unos cuantos bloques de hielo a la semana no agotará mis ahorros, Caitlin. No soy lo que llamarías fantásticamente rico, creo, pero estoy bien establecido.
—¿Gracias al juego?
Dijo “juego” como si fuera una palabra sucia. Ace arqueó una ceja.
—Gracias a haber hecho algunas inversiones sólidas. —Cerró la puerta del horno con un poco más de fuerza de lo que tenía intención—. Parece que tengo un don para ello.
—¿Qué tipo de inversiones?
Ace casi dijo ferrocarriles, pero logró reprimir la palabra. Si ella descubría que estaba detrás de los rumores sobre el ramal ferroviario que se estaba construyendo entre No Name y Denver, todos sus planes de venganza cuidadosamente trazados se harían humo.
—En transportes, principalmente. He vivido en San Francisco durante casi veinte años. En esa bella ciudad, la gente rica no se contenta con andar en carretas y cochecitos modestos. —hasta ahí no era mentira—. Decidí que invertir en medios de transporte más modernos podría resultar rentable y estuve en lo cierto.
—¡Qué suerte para usted!
El desdén en su voz era inconfundible. Ace casi le dijo que la suerte no tenía nada que ver con estar financieramente bien establecido. Había arañado su ascenso desde las penurias en su juventud, barriendo los pisos manchados de escupos de los salones frente al mar. Las largas horas habían sido horribles, el abuso que había sufrido a manos de los clientes ebrios habían sido aún peores. Con el tiempo se había volcado hacia el juego como una manera más fácil de hacer dinero y sería el primero en admitir que su éxito en las cartas había sido, en gran parte, debido a la prestidigitación.
Pero había sido selectivo con sus víctimas. Nunca había arruinado a nadie que no hubieran hecho lo mismo a él o a alguien más. No estaba particularmente orgulloso de eso, pero tampoco estaba exactamente avergonzado de ello. Había crecido en un mundo despiadado en el que había aprendido a vivir de su ingenio, a proteger su espalda y a obtener beneficios en lugar de ser estafado. No había una gran desgracia en eso.
—Sí, supongo que tuve suerte —dijo él. Más suerte que la mayoría de los niños abandonados frente al mar, en cualquier caso—. De ahí mi apodo, Ace.
Movió la cacerola de leche chocolatada al calor y volvió su atención a agitar la mezcla para que no se quemara. Cuando la orilla de la leche comenzó a burbujear, llenó dos tazones y retiró la cacerola de la placa caliente.
—Espero que te guste el chocolate caliente —dijo mientras movía los bancos de la mesa para que pudieran tomar asiento frente al hogar. Extendiendo uno de los tazones hacia ella, sugirió con una voz lo más amable que pudo—. Acércate aquí a mi lado, cariño, donde hace calor. Verano o no, esta casa es fría en la noche. Hasta que volví aquí, había olvidado lo frías que son las noches de las Montañas Rocosas.
Ella se frotó los brazos mientras se movía de la mesa hacia el fuego. Mirándola hacia arriba, Ace decidió que podría haber sido mucho peor para él. Incluso en un vestido andrajoso, Caitlin lograba ser hermosa, particularmente a la luz del fuego. Su cabello brillaba como fuego líquido donde la luz ámbar le daba y sus delicadas facciones parecían como si hubieran sido esculpidas en marfil dorado. Sus dedos ansiaban trazar la frágil curva de su mandíbula. Su piel, y él lo sabía, era seda, maravillosamente cálida y ligeramente perfumada de lavanda.
Las prostitutas con las que había estado en raras ocasiones durante su vida adulta, por lo general llevaban tanto perfume que el olor había sido casi abrumador. No es que hubiera alguna comparación entre Caitlin y una prostituta. Esta chica era una dama de la cabeza a la punta de los pies.
Con la esperanza de que ella se sentiría más a gusto si podía mantener un poco de distancia entre ellos, le indicó un pequeño taburete frente a la chimenea que él había hecho de partir de restos de madera unos días atrás.
—Descansa los pies. Te lo prometo, no muerdo.
Su mirada se dirigió a su corpiño mientras ella se sentaba cautelosamente en el taburete. Al igual que el vestido de color rosa que llevaba antes, este vestido había sido confeccionado para un pecho menos amplio.
Se alegró de que hubiera elegido no usar corsé esta vez. Al diablo con la moda. Esperaba que el corsé que había destruido fuera el único que tenía. En su opinión, esos artefactos eran inventos de tortura y malos para la salud de la mujer. Si Dios hubiera querido que los órganos internos femeninos fueran apretujados en su cavidad torácica, lo habría hecho de esa manera. Por no mencionar el hecho de que a un hombre le gustaba sentir carne cuando tocaba una mujer, no tela y huesos de ballena rígidos.
Cuando el taburete se balanceó ligeramente bajo su peso, Caitlin se sacudió para recuperar el equilibrio. Ace esbozó una sonrisa tímida.
—Lo siento por eso. Hice lo imposible por dejar las patas niveladas, pero cuanto más aserraba, peor se ponía. Un carpintero, no soy. Esperemos que la casa no se pliegue al primer viento fuerte.
Ella echó una mirada ansiosa a las paredes, y luego a la chimenea.
—Todo se ve bastante sólido.
Ace le entregó el tazón de chocolate y a continuación tomó un sorbo del propio.
—Créeme, lo único aplomado aquí es mi paciencia, está forjada al fuego.
Ella soltó una risita sorprendida. Ace decidió que podría vivir escuchando ese sonido por los próximos cincuenta años. Le recordó el sonido del cristal replicando, ligero , etéreo e increíblemente dulce. Deseó que se relajara y riera más a menudo. Quizá con el tiempo.
El maldito taburete se sacudió debajo de ella otra vez, haciendo que le lanzara una mirada inquisitiva.
—De seguro que no es un carpintero tan malo.
—Si derramas algo en los mostradores de la cocina, rodará cuesta abajo. ̶ Le guiñó un ojo ̶ . Una casa torcida construida por un hombre torcido. Afortunadamente lo peor de la construcción actual ha terminado. No importa cuánto lo intenté, me golpeé los pulgares más que los clavos. Después de todo esto —hizo un gesto hacia la casa recién levantada alrededor de ellos—, lo único que he conseguido mejorar con la práctica es mi habilidad de maldecir continuamente.
—Si tiene que clavar algo más, tal vez pueda ayudar. Soy bastante buena con un martillo.
—¿Eso quiere decir que debo vigilar mi espalda?
Ella le dio otra risa sorprendida. Entonces alejó la mirada rápidamente, como si temiera lo que él pudiera ver en su expresión.
—Esperemos que no me dé motivos para darle un coscorrón, Sr. Keegan.
—Probablemente te daré motivos una docena de veces al día, al igual que mis hermanos. Sin mi madre aquí para perseguirnos, todos nos hemos convertido en salvajes. —No se perdió la tensión que puso su rostro tenso de repente. No había querido que lo tomara literalmente.
—Salvajes inofensivos, por supuesto. Aunque nuestros modales se han vuelto groseros, no tienes nada que temer de ninguno de nosotros. Todo lo contrario, de hecho. Mis hermanos y yo cuidamos de los nuestros y ahora que eres mi esposa, eso te incluye a ti.
La mirada de Caitlin se alzó hacia la suya. Enormes y desconfiados ojos azules. Ace podría haber estrangulado a Conor O’Shannessy si el bastardo no estuviera ya muerto. Se sentía solo un poco menos violento cuando pensaba en su hermano Patrick. Esta joven había sido tratada mal, no había duda al respecto.
Sus pensamientos se dirigieron hacia su media hermana, Edén, que había crecido en medio de cuatro jóvenes de modales rudos. Impulsiva y desenfadada, no dudaba en acercarse a un hombre desconocido y entablar una conversación, tras lo cual procedía a hablar por los codos, para gran consternación de Ace.
La muchacha nunca había conocido a un extraño, probablemente nunca lo haría. Por suerte, tenía cuatro hermanos mayores para cuidarla, uno de los cuales tenía una reputación con la pistola. Ningún hombre al acecho se había atrevido jamás a aprovecharse de ella.
Caitlin no había tenido protectores. Justo lo contrario. Mirándola a los ojos, Ace recordó haber vislumbrado esa misma expresión en sus propios ojos hace años cuando había visto su reflejo en un espejo. Sabía por experiencia personal que solo la más cruel de las traiciones podía causar tales sombras. También sabía lo difícil que era recuperar la capacidad de confiar.
Él todavía no había dominado bastante el arte y tenía la sensación de que Caitlin había sufrido a manos de otros incluso más de lo que él había sufrido. Una cosa era ser traicionado por extraños y otra muy distinta era ser traicionada por su propio padre y su hermano.
Bajando la mirada a su taza, fue atacado por la enormidad de la tarea que había asumido al casarse con esta muchacha. Ella necesitaba ayuda. La clase de ayuda que él no estaba seguro de ser capaz de ofrecer.
Iba a tomar un montón de paciencia para traerla de vuelta.
Cuando abordaba un trabajo, le gustaban los resultados rápidos. No estaba en su naturaleza quedarse parado esperando que las cosas sucedieran. En los últimos veinte años, su sentido de urgencia había resultado ser su peor enemigo. Más de una vez había embestido su puño contra una pared, enfurecido porque había sido incapaz de vengarse de inmediato de los asesinos de Joseph, frustrado porque su única garantía de éxito radicaba en la espera y planificación cuidadosa. Ahora, aquí estaba, casado con alguien que llevaba el recelo como un manto.
Cuando la oyó sorber delicadamente la última gota de chocolate caliente de la taza, se acabó la suya de tres grandes tragos. Extendiendo una mano, dijo,
—Dame, déjame traer un poco más. En una noche fría como esta, el chocolate caliente tiene su manera de calentar los huesos ¿no es así?
Cuando le pasó su tazón, ella evitó cuidadosamente tocar sus dedos. Ace apretó con fuerza las muelas mientras se ponía de pie.
Cuando regresó de la cocina con sus tazas llenas, no pudo dejar de notar la manera en que ella estaba sentada con los hombros encorvados y sus brazos abrazados a la cintura. La postura gritaba “No me toques”.
Ace no estaba seguro de qué era peor, beber barriles de chocolate cuando anhelaba un trago de buen whisky irlandés o intentar charlar con una novia nerviosa. Quince minutos más tarde, ninguna de las dos tareas era algo que le importara repetir.
Después de servir una tercera taza de chocolate, volvió a sentarse en el hogar de piedra y alzó su tazón hacia ella en un brindis. Con irónica diversión, dijo,
—Por la dicha conyugal.
Caitlin no bebió por el brindis. De hecho, Ace pensó que ella parecía a punto de huir de la casa gritando. Tanto por una nota de frivolidad.
Sentada en el tosco trípode a la luz de la lumbre vacilante, era increíblemente hermosa. Las mechas de cabello que se habían escapado de la coleta de rizos flojos en lo alto de su cabeza parecían como si hubieran sido dispuestos ingeniosamente para realzar los encantadores y suaves rizos que enmarcaban su pequeño rostro, los más largos posados en brillante esplendor a lo largo de la elegante pendiente de su cuello.
Sintiéndose inexplicablemente nervioso, una aflicción que parecía empeorar por momentos, miró alrededor de la habitación, buscando desesperadamente algo, cualquier cosa, como tema de conversación. No había nada.
Dejó la taza sobre la chimenea , se pasó las manos por el pantalón que enfundaba sus piernas. Luego levantó la taza de nuevo, le dio una vuelta y procedió a sentarse mirándola como si nunca hubiera visto una taza antes. Un poco más de esto y sería él quien saldría gritando de la casa.
Miró a Caitlin. Ella también parecía inexplicablemente interesada en la forma del tazón de café. Estaba también jugando distraídamente con el anillo de ónix y diamante que le había deslizado en el dedo, girándolo una y otra vez, pasando su pulgar sobre la piedra elevada. Sus parpados estaban comenzando a cerrarse.
Con un bostezo y un estirón para enfatizar su punto, él dijo,
—Se está haciendo tarde. Supongo que deberíamos estar pensando en ir a la cama.
En el silencio, su voz sonó como un disparo de rifle.
Caitlin se sacudió y quedó bien despierta, con sus enormes ojos azules sobre él. Ace podría haber reído, pero en el momento, no parecía para nada gracioso. La pobre chica era muy desgraciada.
De todas formas, estaba exhausto. Aunque ella, obviamente estaba asustada de ir a la cama, no podría consentirla toda la noche. Ambos necesitaban dormir al menos unas pocas horas.
Se levanto de la chimenea.
—Estoy agotado —Señalando el pasillo, le dijo —¿Por qué no vas mientras yo me ocupo del fuego? Estoy seguro de que necesitas unos minutos de privacidad.
Ella lanzó una mirada de puro terror hacia el oscuro pasillo.
—Oh… sí. —se llevó una mano a su delgada garganta y tragó saliva—. Yo, mmm… privacidad, sí. Gracias.
Se puso lentamente de pie. Fingiendo una indiferencia que estaba lejos de sentir, Ace apoyó un hombro contra la piedra de la chimenea y la observó caminar hacia el dormitorio. Cada paso que daba parecía ser un gran esfuerzo.
Suspiró , se pasó una mano por la cara, medio tentado a ceder y dejar que tuviera la cama para ella sola. Pero no. Cuanto antes se acostumbrara a estar físicamente cerca de él, más pronto podría hacerle el amor. Y cuanto antes pudiera hacerle el amor, más pronto terminaría esta tensa agonía.